Algunos son más iguales que otros
Jueces, magistrados y demás gestores de las leyes humanas ponen en riesgo su cargo, su reputación e incluso su libertad cuando ceden a la tentación de manipular las leyes en favor de alguna persona a cambio de favores, ya sea en especie o en efectivo. Llamamos corrupto a cualquier eslabón de la cadena judicial --desde el juez hasta el carcelero-- que esté dispuesto a hacerse de la vista gorda con tal de recibir la gratificación ofrecida por algún delincuente.
Sin embargo, en sus equivalentes celestiales, a quien tuerce las leyes divinas (o de la naturaleza) en favor nuestro, lo llamamos santo. ¿No hay en esto una especie de doble medida? ¿No hay hipocresía en condenar al magistrado que, a cambio de una suma respetable de dinero, viola el código penal para poner en libertad a un criminal, pero en enaltecer al santo que viola las leyes de la biología para curarnos de una enfermedad a cambio de unas veladoras y unos rezos?
Aun más, ya considerando casos aislados y aplicando las normas humanas, incluso podríamos disculpar al magistrado corrupto, en tanto que se deja sobornar motivado por el amor a su familia y con el ánimo de ofrecerle mejores condiciones de vida. El santo, en cambio, visto desde nuestra perspectiva, actúa por el simple afán de ser venerado y de conseguir en nosotros un devoto más para su causa.
Podríamos suponer, a modo de descargo, que el sistema en que vivimos admite excepciones, debidamente contempladas en sus leyes para que éstas no sean tachadas de arbitrarias. Esta suposición es precisamente la base teórica de la magia: existe un conocimiento secreto que nos permite manipular a la naturaleza a nuestro capricho (o a capricho del cliente). Si es así, el sistema no es arbitrario, sino elitista, en la medida en que supone una ventaja para quienes estén iniciados en sus misterios.
Esto tira por la borda la igualdad del hombre ante las leyes, tanto humanas como naturales. Hay un poder que está por encima de ellas, el dinero o el conocimiento. Pero uno y otro no están al alcance de todos, como bien sabemos. Es un engaño, por lo tanto, pretender que todos tenemos las mismas oportunidades en esta vida. Al menos pretenderlo en el marco de la civilización en que vivimos. No abogo, no obstante, por el derrocamiento de nuestro sistema. Esto es imposible, sobre todo desde una tribuna tan modesta como ésta. Más bien, trato de explicarme a mí mismo, como quien piensa en voz alta para aclararse sus propias ideas, a qué se deben tantas evidentes injusticias como vemos a nuestro derredor. Y también, por mera curiosidad intelectual, me gustaría saber en qué momento el pensamiento mágico, que creímos derrotado en la batalla de la Montaña Blanca (1620), le ganó la partida al pensamiento racional.
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