11 mayo, 2004

Dice el general Taguba, responsable de haber dado la voz de alerta sobre las torturas en Irak, que eso se debió a "una falta de disciplina y de supervisión". Es probable, pues como han relatado algunos ex prisioneros, los soldados gringos se la pasan tomando alcohol mientras están de guardia.


Sin embargo, yo quisiera aventurar otra explicación, más general. Sabemos que los soldados se entrenan intensamente para el combate; reciben instrucción sobre el uso de las armas y son sometidos a un riguroso entrenamiento físico, amén del adoctrinamiento ideológico que reciben. Es natural: el soldado que va a la guerra debe estar convertido en una máquina de matar --física y mentalmente-- a fin de asegurar la victoria.


Sin embargo, en estos tiempos de guerritas Nintendo, en las que las batallas se libran a través de monitores y computadoras, ¿cómo puede el soldado común saciar su sed de sangre, alimentada y fomentada en meses de arduo entrenamiento? Los gringos llegaron a Bagdad después de una guerra a control remoto, nomás para hacer a un lado los escombros, derribar las estatuas de Saddam y proclamarse vencedores.


¿Cómo no va a ser natural que toda esa violencia acumulada durante meses no busque canales de desahogo, y que los encuentre en el eslabón más débil? Para un soldado gringo que pasó semanas tras semanas en el campo de entrenamiento, el prisionero irakí, identificado con el enemigo, con Ousama ben Laden, los talibanes y al Qaida, no se diferencia para nada con el saco o costal con el que hubiera entrenado. No tiene dignidad humana ni mucho menos derechos. ¿Por qué se asombran, pues, de que sean víctimas del maltrato?

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